martes, 12 de junio de 2007

La muerte de Borges



Por Patricio Rombo

Las posmodernas enciclopedias carentes de papel afirman que respiró por última vez un sábado 14 de junio de 1986, sin embargo un grupo íntimo del cual quedaba excluida la mismísima Mary asegura que Jorge Luis Borges falleció casi nueves días después, un domingo 22 de junio durante una cálida y estrellada noche de Ginebra. Dan fe que el escritor imposibilitado del sentido de la vista ingresó a la Biblioteca de Babel casi a medianoche, luego de un atardecer infinito de magia. Garantizan que Georgie –recostado en su catre con su rostro mirando el cosmos-, se durmió para siempre con el dibujo de una sonrisa en sus comisuras, acompañado de un puta que, todavía junto a él, comentaba la venganza del Imperio Azteca en el monstruo del Distrito Federal.

La prostituta lo había acompañado durante todo el mes de junio ante la mirada celosa de la Mary que, resignada, observó como el escritor decidió pasar sus últimos días escuchando el relato de la vida de una vieja madame, una intrusa que se había llevado consigo desde la querida no tan Buenos Aires escondida en su equipaje.

Borges había fingido fallecer con anterioridad, para evitar ser descubierto de sus ocultas pasiones. Consciente de que le quedaba poco tiempo de vida, el hacedor de malevos quería disfrutar de la compañía de ella y de lo que había sentido durante todo el siglo veinte transcurrido.

Los primeros ataques que lo llevaron a su encierro emocional sucedieron en su infancia. Cuando aún no había cumplido los diez años de edad, fue sorprendido por su padre jugando en los picados de fobal que se armaban los sábados al atardecer en la calle Tucumán, a una cuadra de la casa familiar. Dicen los comentarios que sobrevivieron de ese día, que Borges jugó en soledad como centrofoward, en una equipo netamente defensivo que sólo lo buscaba con largos pelotazos. Sus compañeros, hasta el momento de la intromisión de su progenitor, estaban más que conformes con su sacrificio que lo llevó a tener una importante posibilidad de gol: un centro de frente recibido de espaldas al arco, que desvió con el parietal izquierdo obligando al joven arquero –recién arribado del Sur de Italia-, a esforzarse hacia su siniestra para detener el disparo.

El castigo propinado por el intelectual anarquista Jorge Guillermo Borges hacia su hijo sepultó públicamente, casi de forma definitiva, el ardid popular que irradiaba Jorge Luis. Borges padre, discípulo de Spencer, no podía bajo ningún punto de vista concebir que su hijo fuera alineado por las masas que palpitaban ciegamente, ausentes de toda razón, los placeres del football.

Regresado de su adolescencia en Ginebra y –fugazmente- en España, el otro, el mismo, no pudo contener su nacional populismo a flor de piel y expresó, en no pocas oportunidades, su devoción por los caudillos Juan Manuel de Rosas y el cariñosamente llamado –por lo menos de su parte- “Peludo”. Asimismo, se pudo escuchar alguna vez que un relato de la historia universal de la infamia, que revelaba su simpatía (con-pasión) por la Revolución Rusa, fue censurado por Natalio Botana, quien dijo que quería cuidarlo de las “violentas expresiones reaccionarias de la sociedad”.
Día a día Borges fue autoconvenciéndose de que la Argentina tenía que ser gobernada por los iluminados próceres del 80´. Próceres de los cuales nada se persuadía Jorge Luis sobre su verdadero nacionalismo. Próceres que provocaron, en algún momento, el único insulto que se le escuchó decir al (nada) políticamente correcto Georgie a lo largo de su vida.

Y un diecisiete de octubre llegó el pueblo a la plaza, los bombos acompañaban lecturas del escritor en su trabajo. Molesto en sus gestos reprimía la felicidad de que los trabajadores vitorearan a su líder, preso por defender lo que era nuestro; Borges parecía ya no ser el mismo Borges.

Pasaron los días, pasaron los años, pasaron las décadas, el país ya tenía un real antes y un después. Ese hombre junto a esa mujer se habían instalado de alguna manera en nuestros interiores –entiéndaselo en el sentido que se quiera-. Es difícil explicar cómo fue el ingreso de ese hombre, esa mujer y toda su mística, sólo sabemos que están ahí, existen y nunca nos dejarán. Es por eso que es necesario adoptarlos, reconocerlos, reinstruirlos y vivir con ellos.

Es imperioso convivir permanentemente con lo que para Jorge Luis Borges solamente fue su último día: un relator inglés en el cuerpo de una prostituta que, impávido, describía como marradouna dejaba ingleses en el pasado –inmediato- del escucha, de ese escucha que viejo y cansado agarró a la puta con la izquierda y, levantándose de la catrera, gritó goul sin importarle nunca más la presencia de lo popular en su finitud...

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